El proceso de la crema de merengue suizo - conocida como Swiss merengue buttercream - es la experiencia más cercana que he tenido jamás a un acto de fe. La textura de apariencia sedosa, propia del merengue suizo se transforma, tras entrar en contacto con la grasa de la mantequilla, en una pasta cortada con la que no alimentaría ni a mi peor enemigo, para dar paso finalmente a una crema brillante, aireada y maleable.



Cada vez que preparo esta crema sigo el mismo proceso, que engloba desde la tarea más básica como es pesar los ingredientes, a mirar fijamente y durante unos veinte minutos el movimiento envolvente de la pala sobre el merengue y la mantequilla, rezando a algo o alguien, no sé muy bien, confiando en que la ciencia que descansa detrás de cada receta impida que tenga que salir de casa a por una nueva tanda de ingredientes.
A estas alturas de la película, todos sabemos que una buena parte de la obtención del resultado deseado, reside en la paciencia, virtud que a mi me falta y que creo que en muchos casos - un 97,85% diría yo- me ha alejado de mis objetivos. La impaciencia, la inestabilidad y “el dejarlo todo para mañana” han sido y siguen siendo fieles compañeras en mi día a día y, como si de un mini síndrome de Estocolmo se tratara, no me atrevo a soltarles de la mano, quizás porque lo que hay al otro lado, me aterra incluso más.
La ciencia detrás de un buen merengue es segura, si bates las claras con el azúcar el tiempo y a la temperatura y velocidad suficientes, terminarás por obtener una crema dulce, firme, casi por arte de magia, pero ¿qué pasa si se escapa un resto de yema?, ¿y si el bol que usas para montarlas no estaba completamente limpio o seco?Pues pasa, amiga, que las claras no se van a montar, que vas a terminar con una mezcla espumosa pero acuosa, repleta de burbujas y de olor crudo y eso es lo que encuentras al otro lado, una muestra espontánea del fracaso. Mi obsesión por el merengue es un reflejo de mis inseguridades, de un miedo a ir un paso más allá, a soltar el control y confiar en mi ciencia, que no es otra cosa que mis años de trabajo.
Añado la mantequilla con cuidado pero impaciencia, deseando que esa distancia que separa la perfección del desastre pase lo más rápido posible, que me permita respirar tranquila, que me conceda la tranquilidad que otorgan las victorias. A lo largo de estos cuatro años he tenido que tirar únicamente dos de las decenas de cremas de merengue suizo que he hecho, pero sin embargo he aguantado la respiración con todas y cada una de ellas, con todas he sentido ese momento de frustración, de no saber si iba a obtener el resultado esperado, con todas he seguido la misma receta y con todas he dudado de mi experiencia y mi capacidad.
Me gusta pensar que la confianza en una misma y la vulnerabilidad van de la mano, que se apoyan la una en la otra y nos permiten seguir e impulsarnos, sin precipitarnos al abismo. La autopercepción del fracaso disminuye cuando me enfrento a mis fallos y debilidades, cuando entiendo que mi miedo no reside en una receta fallida, sino en dejar de hacerla, aunque el último intento haya sido un completo y absoluto desastre. El año pasado terminé esta newsletter con un texto autocompasivo y bastante deprimente, no me arrepiento porque era un fiel reflejo de mi realidad de aquel entonces, desorientada, desmotivada y bastante desquiciada. En un ensayo publicado en 1961, Joan Didion definía el respeto o confianza en una misma como la liberación de las expectativas ajenas y eso es lo que me he prometido a mi misma este año, no enfocar mi mirada en el reflejo ajeno y centrarme en seguir creando mi pequeño espacio en este mundo, al fin y al cabo, creer en una misma y luchar por un sueño es el mayor acto de fe que existe.
“To free us from the expectations of others, to give us back to ourselves--there lies the great, singular power of self-respect.”